Yo vi llegar al año dos mil. Lo lamento si
no es tu caso, lo lamento si llegaste después. Es simple, no me tocó ver la
llegada del año mil y no voy a poder ver la llegada del año tres mil, pero tuve
el privilegio de ver la llegada del dos mil cuando tenía veintiséis años, nada
más que eso. Caí dentro de la combinación adecuada, una coincidencia que no se
suele dar muy seguido, un cruce de coordenadas único e irrepetible: alguien un
día empezó a contar de cero, todos estuvieron de acuerdo y la cuenta siguió.
Podría no haberme pasado pero… sucedió. Antes de eso se tuvieron que dar miles
de procesos, cruces entre personas, procreación, salud, vitalidad, suerte de
estar en el momento justo.
Y así llegó el año dos mil. Tuve en mis
manos los almanaques que decían “año dos mil”, algo que se anhelaba ya desde
principios del siglo veinte. Todos hablaban de llegar al dos mil, preguntarse
cómo sería, imaginar el mundo futurista, las máquinas, las computadoras,
líderes que sentenciaban que el año dos mil nos encontraría unidos o dominados,
profecías, predicciones truncas, estallidos y el fin del mundo. Muchos que
soñaban con verlo no llegaron y se quedaron en el camino, en cambio muchos
podrán decir hasta el día que se mueran que nacieron en el año dos mil aunque
no lo hayan visto llegar. Pero yo estuve ahí, desbordado por la ansiedad y la
frustración que sentí al no poder participar de ninguno de los eventos
importantes que se organizaron en el mundo, mirando por televisión como Julio
Bocca bailaba con Eleonora Cassano en Tierra del fuego, o como recibían el año
nuevo en Nueva Zelanda, Nueva York o Pekín. Miraba y pensaba en la máxima que
Bono (cantante de U2) sentenciaba en la canción Stay: “con televisión satelital podés ir a cualquier parte”.
Pero para eso, para mirar el mundo por
televisión, para imaginarme en esos lugares y entender que ya no necesitaría ir
a ellos para saber lo que se siente, todavía me faltaba mucho desarrollo
espiritual. Lo cierto es que a mis hijos les podré contar que vi llegar el año
dos mil, podré decirles que me sentía solo y que todavía no había conocido a
quién sería su madre.
Vi llegar el dos mil. Al final el mundo no
explotó. Podría decirte también que fue algo maravilloso e irrepetible pero no,
no fue nada extraordinario. Cuando un número termina en cero, y más todavía si
termina con tres ceros, genera cierta excitación: un reseteo inmenso en un
contador inmenso en un mundo inmenso. Volver a fojas cero, empezar de nuevo a
ver si de una buena vez por todas podemos hacerlo bien. Muchos viven ese
reseteo como si fuera un indulto brindado por el destino, otros lo viven como
quien toma el colectivo todos los días a la misma hora y en el mismo lugar.
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