En la boca tengo olor a consultorio odontológico. No es muy necesario explicarlo. ¿Quién no fue al dentista alguna vez? Por suerte los efectos de la anestesia ya desaparecieron.
Hablaba. Me miraba en el espejo y hablaba.
Parecía tener la mitad de la cara paralizada. Pero ya está. Es sólo un poco de anestesia. Bendita anestesia que nos resguardas del dolor. La mejor droga.
El ibuprofeno también ayuda.
Es que me siento resfriado, como si estuviera a punto de tener fiebre y caer en cama.
Es feo sentirse así.
Es como caminar por una cornisa sin caerte nunca y a la vez no poder alejarte de ahí. Hay que pasar los días e ir zafando. Hasta que el virus se canse y se vaya. O se extinga. O se eche a dormir la siesta. “Hay que seguir adelante, con farmacia y con aguante” suele cantar Andrés Calamaro en una de sus tantas hemorragias verbales rimadas que dieron forma a su Honestidad Brutal. El tema es que a nadie le gusta ir al dentista. Pero hay que ir, no queda otra.
Las muelas se enferman. Son vulnerables. Poco preparadas para la tremenda inundación de azúcares a las que las sometemos.
Hay hilos dentales y pastas especiales y todo ese gran mercado chino. Pero sólo ayudan a combatir la enfermedad. No la destierran. Para eso está el torno y su ruido molesto, capaz de traumar a cualquiera que lo escuche desde la sala de espera. Una praxis y a otra cosa. A tornear la muela con la paciencia de un orfebre. Hay que aguantársela. Como leí por ahí alguna vez, a nadie le gusta hacerle el mantenimiento a una máquina, pero hay que hacerlo. De eso depende que siga funcionando.
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