Canilla que gotea. Mal cerrada o cuerito gastado. Impericia humana para operar un grifo o desgaste lógico como consecuencia del paso del tiempo. Una gota tras otra sobre una bacha de acero. Ruido insoportable en la noche. Un ruido más en el día. Agua que no se usa. Agua que duele y molesta. Agua que otros no tienen. Agua que un día no tendremos.
En la casa de al lado hay canillas con caudalímetro. Los consumos del día se toman del visor digital y se cargan en un archivo Excel. Son los únicos ecologistas del barrio. Cuidan el agua para que nuestras canillas goteen tranquilas. En homenaje a ellos a veces nos sentamos enfrente y miramos gotear la nuestra. Solemos hacerlo cuando en la tele no hay gran cosa o cuando nos cansamos de la tele. O de la radio. No sabemos con exactitud qué cantidad de agua limpia se ha ido por el desagüe. No tenemos caudalímetros. Y hasta nos preguntamos qué dirían ellos si vieran lo que hacemos con la canilla que gotea. Imaginamos sus caras y nos descostillamos de risa. Pasa que no tenemos sueños. Ni siquiera sueños colectivos. Y menos que menos sueños ecologistas. Tampoco nos parece raro no tenerlos. Somos personas normales. Personas de paso. A esto hemos venido al mundo. A mirar canillas. A leer los diarios o a mirar la tele. A estorbar en la puerta trasera del colectivo. A sentarnos en la vereda y comentar lo que sucede. A mirar como otros se devanan los sesos para trascender más allá de la muerte. Colocando caudalímetros en las canillas o militando a favor de la ley de bosques. No nos importa. Los gusanos no hacen distinciones. Sólo la memoria.
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