Un texto que escribí hace 10 años. Espero que les guste.
Sucede que hoy no debería despertarme, o mejor dicho, no debería haberme despertado. Pero resulta que ya tengo los ojos abiertos y me parece tan fácil volver a cerrarlos que entonces… no lo hago. Así que poso los pies en el suelo y a la vez me pongo de pie. Me paro para que haga su entrada en escena el Bípedo Homosapiens del nuevo siglo.
El tipo se para y se da cuenta. Se da cuenta de algo de lo que en realidad no quiero darme cuenta. No quiero no quiero no quiero no quiero. Mis piernas. Dos puntos; las veo tan flacas, tan blanco leche, tan escarbadientes de parafina que supongo que lo mejor sería sentarme de nuevo en el borde del colchón y listo. Pero me resulta tan fácil hacerlo que entonces no lo hago; sino que hago unos pasos y prendo la tele. Observo la temperatura, la humedad, la sensación térmica y hasta las imágenes de un micro lleno de turistas que hace unas horas desbarrancó en alguna ruta del Brasil. Y es más, también me afeito, me lavo los dientes, me como un choclo frío, un pan con mermelada, me tomo un vaso de leche, me vuelvo a lavar los dientes, y además, como quien no quiere la cosa, voy escuchando el reporte que me informa de la cantidad de víctimas que ha dejado como saldo el siniestro accidente. Por ahí hubiera sido mejor poner algún canal de música; uno de esos en donde todo el día pasan a esos lindos nenes rubios bisexuales que cantan, bailan y contonean su pelvis haciendo una lamentable imitación kinética de Elvis Presley. O tal vez hubiera disimulado un poco mi percepción de esas cosas al no poner la tele y escucharlos solamente por la radio… Pero hacer todo eso me resulta tan fácil que entonces no lo hago y me abandono a la absoluta locura de ponerme a hojear un ejemplar descuajeringado del Ulises de Joyce –menuda simpleza para mi amanecer de la noche– que siempre tengo tirado por ahí, mientras de reojo, observo el lento e interminable bicicletear alcalino del reloj despertador, mi querido y bochinchero habitante de la mesa de luz. Pero a la vez me pregunto (pensando) si en realidad tengo ganas de levantarme de esta cama, de afeitarme, lavarme los dientes, bañarme, vestirme, comerme un choclo frío, un pan con mermelada, tomarme un vaso de leche, volverme a lavar los dientes, perfumarme... nada más que para ir a donde tengo que ir autopresionado por el sólo hecho de que ya me comprometí a ir y porque además no tengo ni el más mínimo interés en que baje la cotización de mis honorarios. Digamos que lo que yo quiero saber es si en realidad soy ese tipo que irá al compromiso sin darle bola al cuestionamiento que hay en su cabeza o el que no quiere ir sólo para quedarse un poquito más en la cama. ¿Y si resultara ser que soy el tipo que va a salir por la puerta?, entonces, ¿qué voy a hacer durante la calle mientras dure mi traslado? Es muy fácil caminar por ahí mientras todo el mundo habla de un posible default que nos convertiría en algo así como el país de las últimas cosas, es muy fácil cuando escuchás expresiones tales como riesgo país, estampida financiera, corridas bancarias o cifras que hablan acerca de millones de personas que están por debajo de la línea de pobreza. Demasiado fácil, señores. Ahora bien, si tomo la decisión de salir a la calle antes he de resolver un pequeño problema: me tengo que poner las zapatillas, que a su vez representan el único calzado que tengo para tal motivo; pero ocurre que, por andá a saber qué motivo, no les puse talco y yo sin talco no las uso. Y me resulta tan fácil ponerles talco que entonces no les pongo nada y, por lo tanto, no me las pongo. Pero alto ahí, no se me revuelque en la silla. No es que no les quiero poner talco porque en este momento me sería lo más fácil, sino que no les pongo talco porque se me acabó el que estaba y entonces no volví a comprar otro y, por lo tanto, eso le da sobradas muestras, queridísimo lector, de que a veces, al igual que usted, cedería un poco de terreno ante la promesa de mantener mis convicciones cueste lo que cueste. Porque la verdad es que cuando puse en mis zapatillas el último poquito de talco que tenía para ir a comprar más talco, en realidad no compré, o mejor dicho, no pude comprarlo porque cuando no llevé plata suficiente al supermercado; porque para mí llevar plata cuando uno va a comprar sería demasiado fácil, mucho más fácil que aceptar que no compré talco porque simplemente me olvidé de que a eso había ido y entonces me dediqué a comprar otras cosas. Así que cuando ayer a las 20:30 hora de la Argentina, llegué a casa y abrí la puerta llevando una botella de licor de chocolate en la mano izquierda y a su vez miraba como el ticket del supermercado iba cobrando la vertiginosa velocidad de una pluma al caérseme de entre los dedos de la otra mano -que sin querer consideraron que era mucho más fácil sostener un ticket que agarrar la llave del bolsillo-, me pregunté si en realidad las personas no teníamos bastante ya con la vida como para que encima los pies de uno huelan mal.
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